ANITA EN EL VIEJO MUNDO 1
Nota del editor: Tengo una sobrina de 22 años que se llama Ana. Desde hace unas semanas, Anita -como la conocemos en la familia- se encuentra en España, específicamente en Toledo, donde cursa estudios de verano. A su tierna edad, la niña ya es toda una periodista. Anita tiene también la peculiaridad de ser una mujer de mundo, ello a pesar de que nunca ha viajado más allá de las Antillas menores. Hasta la fecha de su reciente embarque hacia la Madre Patria, la chica, que se crió en Aibonito, no se había montando en un avión que, usando sus palabras, “tuviese más asientos que una guagua escolar”. Es por todas estas razones que la invité a que escribiera una crónica por entregas de su viaje para La Insula Hirsuta. De más está decir que la sobrina aceptó. Hoy me llegaron finalmente sus primeras entregas, las cuales estaré publicando a partir de hoy y en los días subsiguientes aquí en La Insula. Estoy seguro de que mis lectores disfrutarán los cuentos de «Anita en el Viejo Mundo». Atentamente, el tío Plop, orgulloso de su querida sobrina.
1ra entrega: El avión
El cuadro era el siguiente: traje largo, collar de madera y flores, plataformas hippiolas, mochila de cuero y pesado bulto de laptop. Sola, entré por primera vez a un avión que tuviese más asientos que una guagua escolar. –Son ocho horas, ¿al lado de quién me tocará sentarme? No, no es posible… Fila 12 asiento A.
Me tocó la ventana, claro, pero lo que no sabía es que tendría que quedarme durante todo el viaje con el cachete pegado a la ventana porque, si no, el incómodo roce con la panza de Eduardo sería contundente. Y cuando hablo de panza me refiero a una superficie de impresionante redondez y evidente solidez. Pero nada de eso me perturbó más -durante esas ocho horas- que ese olor a camisa sudada y a ausencia de desodorante que tuve que respirar, pegada de la ventana.
Es que así era el tal Eduardo, maloliente, panzón y hablador… Claro, que aún no hablo de la impresionante melena que asomaba por sus orejas. Estaban ahí y hasta de reojo las veía. El don tenía 59 años, hablaba lo suficientemente alto como para que yo pudiera sentir las miradas compasivas de quienes me observaban con cara de “se lo ganó la pobre”, y andaba con ganas de filosofar sobre la vida, la verdad y la razón. Que si lo mejor que hay es viajar, que si es mejor vivir en ciudades con pocos carros, que es cara la vida, que vas para Toledo, qué suerte yo soy de allí, de seguro nos vemos… Mal rayo parta, para colmo es ciudadano de mi destino.
La jibarez no andaba sólo en las telas y las flores. La verdad no paraba de mirar las nubes y seguía sin entender cómo centella íbamos por arriba de ellas. En Iberia los cubiertos no son de plástico y allá me puse a pensar en la pobre gente fregando. Por poco entro en pánico cuando me preguntaron pollo o pasta. Pensé que era un mito urbano.
Chévere fue ver las estrellas al lado y no arriba, ver la tierra desde lo alto hecha cuadritos de colores, el atardecer, el amanecer y las nubes, siempre las nubes gorditas hechas piso. El baño muy cómico, como chupa la madre esa. El café, bueno era algo así como agua con color y el aterrizaje contrario a todas las advertencias fue como poner una zapatilla de ballet en el piso, casi ni me enteré.
Luego el paseíto y la llegada… Tan grande el bendito aeropuerto que tardé media hora en llegar de un lado a otro, claro, tomando tren y toda la cosa. No me perdí, Eduardo andaba velándome y seguí las camisetas amarillas de un grupo religioso de boricuas que hacían escala hacia tierra santa. Cabe destacar que más de un rosario me chupé como soundtrack de la película de Eduardo. Andaba bendito el avión. Curioso, avión que embarqué –como me dijeron-, no que fuera un barco.
1ra entrega: El avión
El cuadro era el siguiente: traje largo, collar de madera y flores, plataformas hippiolas, mochila de cuero y pesado bulto de laptop. Sola, entré por primera vez a un avión que tuviese más asientos que una guagua escolar. –Son ocho horas, ¿al lado de quién me tocará sentarme? No, no es posible… Fila 12 asiento A.
Me tocó la ventana, claro, pero lo que no sabía es que tendría que quedarme durante todo el viaje con el cachete pegado a la ventana porque, si no, el incómodo roce con la panza de Eduardo sería contundente. Y cuando hablo de panza me refiero a una superficie de impresionante redondez y evidente solidez. Pero nada de eso me perturbó más -durante esas ocho horas- que ese olor a camisa sudada y a ausencia de desodorante que tuve que respirar, pegada de la ventana.
Es que así era el tal Eduardo, maloliente, panzón y hablador… Claro, que aún no hablo de la impresionante melena que asomaba por sus orejas. Estaban ahí y hasta de reojo las veía. El don tenía 59 años, hablaba lo suficientemente alto como para que yo pudiera sentir las miradas compasivas de quienes me observaban con cara de “se lo ganó la pobre”, y andaba con ganas de filosofar sobre la vida, la verdad y la razón. Que si lo mejor que hay es viajar, que si es mejor vivir en ciudades con pocos carros, que es cara la vida, que vas para Toledo, qué suerte yo soy de allí, de seguro nos vemos… Mal rayo parta, para colmo es ciudadano de mi destino.
La jibarez no andaba sólo en las telas y las flores. La verdad no paraba de mirar las nubes y seguía sin entender cómo centella íbamos por arriba de ellas. En Iberia los cubiertos no son de plástico y allá me puse a pensar en la pobre gente fregando. Por poco entro en pánico cuando me preguntaron pollo o pasta. Pensé que era un mito urbano.
Chévere fue ver las estrellas al lado y no arriba, ver la tierra desde lo alto hecha cuadritos de colores, el atardecer, el amanecer y las nubes, siempre las nubes gorditas hechas piso. El baño muy cómico, como chupa la madre esa. El café, bueno era algo así como agua con color y el aterrizaje contrario a todas las advertencias fue como poner una zapatilla de ballet en el piso, casi ni me enteré.
Luego el paseíto y la llegada… Tan grande el bendito aeropuerto que tardé media hora en llegar de un lado a otro, claro, tomando tren y toda la cosa. No me perdí, Eduardo andaba velándome y seguí las camisetas amarillas de un grupo religioso de boricuas que hacían escala hacia tierra santa. Cabe destacar que más de un rosario me chupé como soundtrack de la película de Eduardo. Andaba bendito el avión. Curioso, avión que embarqué –como me dijeron-, no que fuera un barco.
2 Comentarios:
Una joya literaria... hasta acá sentí el peculiar aroma del tal Eduardo. Olé, a la sobrina de PLOP...
Snakes on a Plane
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