Dentro de mi computadora hay 6,975 canciones (acabo de revisar). Estoy casi seguro que si he escuchado la mitad de ellas es mucho. Me pasa como con los libros. De mi biblioteca, estimo que los libros que he leído enteros no pasan de un 10%. Empezados pero no acabados podrán ser un 40%. Ni abiertos, el 50% restante.
Pero volviendo a la música. Soy sumamente moody a la hora de escuchar música. Hoy, por ejemplo, un domingo al mediodía, me ha dado por escuchar Music for Airports, el clásico protoambiente de Brian Eno. Lo bajé hace par de semanas en un acto de impulsive downloading. Desde entonces, ahí ha estado en un resquicio de uno de mis discos duros externos, esperando ser tocado.
Además de compulsivo, soy obsesivo. Cuando se me pega una canción la escucho por días. Eso me ha pasado muchas veces. La más reciente involucra una canción de Julieta Venegas, “Me voy”, de su nuevo disco “Limón y sal”. Por lo general me pasa con canciones rositas, “feel good songs” que me sirven para empezar el día (hasta hace poco tenía un “playlist” que se llamaba “Morning”. No sé por qué ya no existe. Supongo que lo habré borrado en un arranque de pesimismo.
De las que más recuerdo de ese “playlist”: “Here Comes the Sun” de los Beattles, “The 59th Street Bridge Song” de Simon & Garfunkel (un himno para los manicodepresivos, dice mi amigo Plazaola) y, bueno, ya no me acuerdo de ninguna otra.
Parentesis: ¿Por qué Music for Airports me suena tan familiar? La habré escuchado en otra vida? Hmm... food for thought. Habrá sido en el aposento de Plazaola en el Viejo Miramar. Ese remanso postrock.
Cierro parentesis y abro otro. La otra noche vinieron mis sobrinos a entretenerse chez tío Plop. Mis sobrinos rondan los early twenties. Tengo la impresión de que me ven como un anciano (un anciano cool, espero). A lo que voy es que quedé bruto cuando puse una canción de Prince, “I Wanna Be Your Lover” y mi sobrina la reconoció al instante. Debo recordarles que mi sobrina nació más o menos para la misma época en que salió esa canción.
Resulta que sus padres eran fanáticos de Prince. Para ella Prince es como lo que para mí es José José, música que asocio directamente con mi niñez, en mi caso con el Fiat amarillo de hojalata y las vuelta del pendejo que di en él junto a mi familia.
Cierro parentesis y abro otro. Las aguas de colores. Ése era el highlight (literalmente) de las vueltas del pendejo cuando todavía no tenía ni diez años. Las aguas de colores eran el efecto de las luces que se reflejaban en las aguas de la laguna del Condado y se apreciaban desde la Baldorioty y el puente Dos Hermanos.
Por lo general, las vueltas del pendejo incluían una parada en el Gaucho Burger para que el pequeño Plop se comiera un sándwich de queso, unos “grilled cheese” con un queso suizo espeso que ahora me hace entender lo que es “comfort food”.
No sé por qué me he ido en este viaje. Debe ser culpa de Eno. Desde que dejé el pasto (hace dos o tres meses) los viajes de mi cerebro son un poco predecibles. Mis amigos ven que me repito en mis viajes. No me lo dicen, pero me miran con ternura, como diciendo te queremos aunque cuentes los mismos cuentos. Supongo que esto es parte de envejecer.
Lo que me lleva a otro punto. Estoy convencido de que llegaré, por lo menos, a los 80 años. Eso quiere decir que me quedan, por lo menos, 47 años de vida. Eso es un montón. Es chévere saber que todavía queda tiempo.